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23 de Diciembre 2004

Durmiendo

uento: Bueno, no sé. No era lo que yo quería. Sin embargo, es lo que me salió. Quizás lo retoque, pero lo más seguro es que no. Esto es lo que escribí con mis sentmientos y si lo cambio quizás que hasta queda peor.
Cuando lo volví a leer no me transmitió nada. No sé. Algo le falta.

En la cama que en el medio del blanco cuarto encontrábase, recostado estaba aquel hombre, tendido bajo las blancas y lánguidas sábanas, alejado por una fina capa de aquel invisible mundo al que todos vamos a llegar. Dos personas estaban a los costados de la cama, en tal posición y distancia que si al por suerte vivo ocurriérasele estirar sus manos, ellos dos agarráranlas y apretáranlas, para ayudarlo en el arduo camino. En los pies de la cama, una doncella apoyábase, ensuciando su negro vestido en el piso; sus rodillas puestas al suelo, para así poder juntar sus dos femeninas manos y, recostando su húmeda cabeza en ellas, murmurar frases inaudibles para los mortales. Recostado su atavío limpiaba de las impurezas no desaparecidas el cuarto perdido en la noción del tiempo.
A la izquierda del que ya pronto se convertiría en el polvo de la vida, la mujer que ahora tomaba demasiado suavemente las manos del enfermo, dejaba cada tanto caer unas pocas lágrimas para poder aliviar el corazón, reprimido durante tantos años. Su esposo era aquel que estaba cubierto por el blanco velo y que tenía ahora recubierta su alma por una extremadamente blanca tez.
Sus dos vidas habían sido dos caminos separados, mas en donde uno, el principal, no dejaba al secundario irse muy lejos. Y ahora se encontraron en aquella encrucijada de los carteles casi ilegibles, con la luz del Sol cegándolos. Se miraron a sí mismos: el camino que ya habían recorrido que alguna vez había estado lleno de piedras y pozos, ahora estaba desapareciendo con la suave brisa, que se llevaba desde el polvo hasta la más grande montaña. Y el pasto volvía a crecer en el lugar ese donde una vez hubo huellas.
Las lágrimas cayeron una vez más. Ella rápidamente soltó la mano de su siempre amado, para pronto secar la salada agua que recorría sus mejillas; él miró de reojo, no quería ni mover la cabeza ni el cuerpo; no hubiera hecho eso ni aunque pudiera. Él la vio por menos de un segundo (aunque en realidad los segundos eran allí más largos que los días) mas pronto ella dejó sus pelos ocultar su cabeza y miró hacia la mujer recostada a los pies.
Dio unos cuantos pasos hacia ella y le dijo suavemente algo en el oído. En el salón sólo escucháronse los siseos y sus ecos. La mujer que murmuraba, paró de mover sus apasionados labios y se paró. También dejando caer sus oscuros pelos sobre su cara miró hacia abajo y fue por el lado derecho hasta el hombre que toma la mano del no muy vivo; cuando llegó también susurró palabras de las cuales sólo fue posible descifrar sus ecos. De ellos se deducía que eran las mismas frases.
La cara del no muerto pasó de una elaborada cara de tristeza a una poco manifestada cara de miedo y dolor. Nadie la notó, no porque estuviera oculta sino porque nadie quería verla.
Las mujeres que se habían movido volvieron a sus respectivas posiciones e hicieron sus respectivos trabajos no sin antes esbozar un débil sonrisa hacia el enfermo, y, de parte de la que murmura, una reverencia. El hombre que parado encontrábase a la izquierda del poco vivo miraba a los ojos a la mujer que se encontraba opuesto a él, en la izquierda de la habitación; era su deber y mandamiento mencionar aquellos siseos a su padre, el que ya se moría. Su camino había sido tan parecido al de su padre que casi pocos los distinguían. El camino había empezado lejano, pero no hace mucho tiempo se había acercado para no separarse. Era el tercer camino de la encrucijada.
Por primera vez dejó caer una lágrima que no ocultó a nadie, sino que la dejo que se apoyara en su mano, para después acariciar a su padre que seguía recostado sin haberse movido. Acercose suavemente y dióle un beso en la frente, mientras sus brazos estiráronse para darle un abrazo. El abrazo fue largo, o corto, pero muy apasionado; no parecía querer dejarlo ir.
Después de esto, levantó un poco su cabeza y con mucho esfuerzo abrió sus labios:
-Vas a vivir, padre, vas a vivir. Pero ya has vivido.
El padre pensó en estas palabras y recordó lo que vivió. Aquel pasado lejano, hace millones de años, cuando él era capaz de levantarse y arreglar las cosas, de hablar y solucionar los problemas. Donde no era un peso que acostado sólo podía sentir lo que cerca de él pasaba.

Tosió en la cama con un sonido que retumbó fuertemente en la habitación, porque, claro, nadie en ese momento hablaba. El silencio era tan mortal que parecía que la Muerte misma se había presentado en aquel cuarto blanco para atraer nuevas almas.
Se escucharon gritos que entraban por la puerta. Parecían de una niña que auxilio pedía. Por sus sonidos, se suponía que estaba ella encarcelada, y quería salir. Sin embargo, no era por eso que emitía tan agudos ruidos, era, parecía, porque la estaban torturando.
A veces los gritos parecían llantos, otras, parecían como si aumentaran de intensidad, y otras hasta parecían como si cambiaran repentinamente a un sonido más fuerte, para volver en seguida al habitual pedido de auxilio. Parecían música.
Aunque los ecos rebotaban una y otra vez en las paredes y rodeaban a los expectantes humanos, ellos ni siquiera se movían demasiado ensimismados en la otra persona.

Como no podía hablar el hombre, no sólo por la música sino también por sus propios problemas, escribía en unos papeles para poder comunicarse. No parecía haber mucho para decir, sin embargo, el que ya dentro de poco va a estar muerto agarró un papel y un lápiz y empezó a garabatear en la hoja. Todos miráronlo a los ojos, viendo cómo escribía. Cuando terminó se lo entregó a su hijo que encontrábase a su derecha. La eternidad que le tomó al hombre escribir pareció un segundo.
El papel decía (aunque sólo el hijo lo leyera para sí mismo): “Los quiero mucho. Sé que ustedes tristes están por mí. Sé que lo que dijéronse entre ustedes a mí no se han osado a contar. No puedo darles palabras de ánimo. Quizá podría decirles que se olviden de mí. Pero no es lo que quiero.” Cuando el hijo terminó de leer estas líneas le agarró más fuertemente la mano del hombre que de a poco vivía y trató de abrir la boca pero no pudo. Se entendió entonces lo que el hijo quiso decir pero no pudo:
“Padre, no llores, no llores. Lo que no te contamos no es importante. Importante es lo que nosotros demostramos y lo que te decimos. Olvídate ahora de las negras nubes.”
La esposa al sentir estas palabras se quedó pensando en su significado. ¿Acaso aquellas letras decían que su esposo había escuchado lo que entre ellos habían susurrado? Sin embargo él no demuestra de ninguna manera saber las palabras. Tiene razón mi hijo, pensó, tengo que demostrar cariño, porque cuando entre en las puertas del Averno, nadie sabe lo que le espera. Entonces ella dijo:
-Mi amor, míranos, no tienes que sufrir. El amor te está rodeando. ¿Qué importa lo que venga mañana y lo que vino ayer? Lo importante es ver el presente, ver lo que se tiene alrededor. La muerte nos está esperando a todos fuera de este salón; no es tu culpa, es simplemente la vida. Sin embargo, si cerramos la puerta, podemos esperar un rato más, sin verla. ¡Ésos tienen que ser tus pensamientos! Poder sobrevivir unos segundos más, disfrutando de este presente.
La carta seguía: “Les pido que antes de que se vayan, me saluden por lo menos. Hemos estados todos separados por mucho tiempo, aunque parecía como si estuviésemos juntos. No nos quisimos ni disfrutamos como tendríamos que haberlo hecho; y ahora que estamos en esta encrucijada no tienen más que quedarse más cerca de mí. Ustedes todavía pueden leer los carteles. Sigan, sigan, no esperen por mí. Sin embargo, no me dejen tirado: levántenme un monumento para recordar hasta dónde llegué yo y para ver si alguien puede llegar más lejos.”
El hijo se sintió amenazado con estas palabras y habló prontamente:
-Padre, no pienses que no te queremos ni que te vamos a dejar. Aunque seas un peso mayor que las montañas te cargaremos. Te levantaremos un monumento en nuestras propias espaldas. Y tú nunca vas a dejar de llegar más lejos; tu camino se mezcla con el nuestro.
La casi viuda, pensando en lo que su hijo había dicho con tanto orgullo no pudo más que musitar estas incrédulas palabras: “No te vas morir.”
Y la carta terminaba con unas palabras que tenían que ser descifradas a través de las lágrimas que se habían impreso en el papel: “Ahora váyanse, mas no sin antes contestar a la pregunta que todos nos hacemos siempre.” El hijo tuvo que caerse de las lágrimas y se apoyó en su padre. Los gritos del alma todavía se escuchaban demasiado fuertes. Parecían que la niña ya estaba desapareciendo.
La esposa también lo abrazó y diole un beso al hijo. No había sabido nada de la carta, sin embargo, al ver toda esa demostración de amor, no tuvo otra chance más que unirse.
La mujer en los pies de la cama dejó de rezar. Los gritos no se escucharon más. Y la carta tirada en el piso y olvidada tenía escrita muy levemente las palabras: “¿hasta cuándo voy a vivir?”.

Envinyatar: 23 de Diciembre 2004 a las 03:14 PM
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